I

—El señor te está esperando arriba.

—¿Ya? No he tenido tiempo de asearme.

—Pues date prisa, no le hagas esperar más de la cuenta.

Zelipa, conocida allí como Ibon, se acercó de mala gana al tocador que todas compartían en aquella casa. Se sentó en el taburete cojo, ignorando el ir y venir de sus compañeras a su espalda. Con un paño se secó el sudor del cuerpo y los restos de semen de entre las piernas. Se miró en el espejo, tan antiguo que tan solo el centro reflejaba una imagen algo nítida, mientras que los bordes habían sido consumidos por la humedad y el azogue.

—Parezco una anciana —se quejó tirándose de la piel del contorno de sus ojos, oscurecido por el cansancio de muchas noches sin dormir. Al menos su cuerpo seguía aparentando la juventud que poseía. Aunque su clavícula y caderas se marcaban demasiado, Zelipa era

una de las mujeres más buscadas en aquel lugar. Su abuelo holandés le había dejado como única herencia unos rasgos más delicados y unos ojos azules que se habían convertido en su mejor herramienta de supervivencia.

—Ibon, no te entretengas. —Polita, conocida como Nieus, puso su cara junto a la de Zelipa para compartir el espejo mientras se coloreaba los labios con cera roja. Aunque era una más, Polita ejercía el papel de superiora cuando no estaba el dueño y, por alguna razón, las demás lo aceptaban aunque no era ni la más mayor ni la más bella.

—Creo que me voy a desmayar —confesó Zelipa, cuyo malestar empeoró al sentirse abrumada por el edulcorado y penetrante perfume que envolvía a Polita.

—¿No estarás embarazada? Espérate a terminar con el señor y te hablaré de alguien que conozco —le ordenó a su compañera sin distraerse de su reflejo—. Tienes el maquillaje corrido. Cúbrete bien con solimán[1] y

[1] Polvo blanco altamente tóxico y corrosivo que se usaba como maquillaje.

 

desaparecerá esa cara de anciana que tienes. Toma, usa el mío.

Sacó una llave y abrió un cajón cerrado del tocador, donde había dos cajitas redondas de plata bruñida, grandes como un puño, y se acercó al oído de su compañera para hablar en un tono más confidencial.

—Coge también algo de colorete, pero que las demás no toquen nada. Son de un mercader italiano, nada que ver con esa ceniza que se ponen en la cara. Cuando acabes, cierra y esconde la llave detrás del espejo. Luego la cojo.

Se admiró una vez más en su reflejo juntando los labios en un beso al aire para fijar el color. Cuando se fue, Zelipa pudo recuperar el espejo. Se cubrió la cara, el cuello y los hombros con solimán, hasta que su piel se volvió como la porcelana. Se puso colorete en las mejillas y escote y, aunque Polita no le había dado permiso para usarlos, cogió también algo de cera para los labios y perfume. Se veía bien, pero no lo estaba. Se levantó rogando por que su cliente estuviera tan

borracho que no tardara más de cinco minutos en dormirse o eyacular, lo que sucediera primero.

Subió a la habitación del piso superior, donde se atendía a los clientes más especiales con mayor privacidad. Llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Las lámparas estaban apagadas.

—¿Señor Iborte? —preguntó temiendo haber tardado demasiado.

Cogió una de las lámparas de aceite del pasillo y volvió a entrar, esta vez cerrando la puerta tras de sí. En la penumbra vio a alguien en la cama arropado con la sábana.

—¿Antón? —Se acercó con precaución hasta que reconoció su rostro reposando sobre la almohada.

Tenía los ojos cerrados y la expresión tranquila de un buen sueño. Zelipa suspiró aliviada y apagó la lámpara con un soplido antes de dejarla sobre la mesilla. Con cuidado de no despertarlo, se metió a su lado en la cama con la intención de dormir un rato. Se merecía un descanso.

—Nunca me había hecho tan feliz verte —susurró, acurrucándose.

Estaba tan cansada que ni siquiera recordaría haberse quedado dormida y, aún menos, la fría rigidez que irían adquiriendo los miembros de Antón Iborte a lo largo de la noche.

II

Era como si el polvo del camino se le hubiera metido en los ojos. Diego se puso la mano en la barbilla fingiendo estar pensativo para ocultar un inevitable bostezo que tuvo que contener en la garganta. No sabía cuánto tiempo llevaba escuchando al administrador de sus tierras hablando de forma monótona y lineal sobre un montón de datos que no tenían gran sentido para él, pero que parecían favorables. ¿Cuántas veces había pasado por ese trago en los últimos dos años y seguía sin enterarse de nada? Demasiadas como para contarlas. Y todas acababan de la misma manera: con un fuerte dolor de cabeza y ganas de meterse en la cama a dormir.

—Perfecto, Luján. Está haciendo un excelente trabajo. Siga así —interrumpió al administrador cuando sintió que hacía una pausa lo suficientemente larga como para intervenir sin ser muy maleducado.

Francisco Luján se quedó confuso por un momento, aún no había acabado su enumeración de las cuentas

de la finca. Sonrió, satisfecho por el halago a su trabajo, e intentó seguir con su discurso.

—Gracias, mosén[1]. Como le iba diciendo…

—Va a tener que perdonarme —le volvió a interrumpir—, pero me esperan en la parroquia.

—¡Oh, es cierto! La catequesis. No había reparado en que se nos había hecho tan tarde.

Diego sonrió ocultando su incredulidad. Él sí que había reparado en cada uno de los minutos de aquellas interminables dos horas. Antes de que Luján se ofreciera a acompañarlo, decidió despedirse de él.

—Le agradezco lo mucho que está trabajando por la finca —dijo poniendo una mano en el hombro del administrador—. Vaya con Dios, Luján.

Diego le dio la espalda y comenzó a andar por el camino de tierra que transcurría entre los campos de cultivo y los prados cercados para el ganado. Lo que más le gustaba de su nuevo puesto como párroco era el territorio que le correspondía, aunque odiaba toda la burocracia asociada a su gestión. Tampoco se

[1] En Aragón. Forma de referirse a los curas en general y a los párrocos en particular.

acostumbraba del todo a su papel de religioso. Para poder aceptar el puesto de comisario de la Inquisición había tenido que realizar los votos hacía casi dos años y, aún hoy, el presbítero de la parroquia hacía casi todo su trabajo.

Desde el final del camino, donde esperaba el carro que lo llevaría de la finca al pueblo, podía ver a su hijo Felipe junto a su maestro de armas delante del caserón de piedra oscura. Supuso que habían decidido salir a entrenar fuera o que acabarían de volver de montar a los caballos. Aquella visión le hacía aún más difícil volver a la parroquia cuando todo lo que quería era unirse a ellos con la espada. Siempre había sido un hombre de armas, no de fe. Le llevaban los demonios al pensar que ahora era otro el que entrenaba a su hijo, pero nada podía hacer en ese momento por evitarlo.

—Volvemos a la parroquia —le dijo a Marcial, su cochero, mientras subía al carro.

El hombre, que estaba de pie distraídamente apoyado en el murete que marcaba el límite de la finca de su señor, se subió al asiento del carro y tomó las riendas

del caballo color castaño. Escupió al suelo las semillas del corazón de manzana que había estado masticando y se puso en marcha.

Diego miraba por la ventana que daba a sus nuevas tierras. A su izquierda, podía ver la finca. Aunque en una primera mirada pudiera parecer un lugar yermo y seco, él había aprendido que no lo era. Las infinitas llanuras eran el lugar ideal para plantar cebolla dulce una vez que se protegían las parcelas del frío  cierzo con paneles de cañas. Ese viento del noroeste nunca desaparecía del todo en esa zona. Un poco más allá, donde comenzaba la pendiente, había conseguido que arraigaran arbustos de sisallo, valiosos por su madera para los hogares, y las primeras flores doradas de la ontina, a la que en la zona se conocía como manzanilla mahón. Al lado de estos territorios pastaban, como nubes claras posadas en la tierra, grupos de ovejas blancas de raza rasa de Aragón. Al fondo, se levantaban las colinas pardas que separaban los campos del cielo y en las cuales, para el ojo que sabía dónde mirar, se podían encontrar las formas artificialmente rectilíneas de las canteras de alabastro.

Como segundo hijo varón de los Torrearuso de Zaragoza, Diego no había heredado ni un pedazo de las tierras de su familia, pero, en cambio, había aprovechado bien los recursos y la formación que habían invertido en él. Podía sentirse orgulloso de hasta dónde había llegado.

Cerró la cortinilla de terciopelo y quiso aprovechar el trayecto para echar una cabezada. La temperatura por la mañana era agradable, pero, sin el sol del exterior, aún se notaba que la primavera estaba remoloneando ese año.

Sintió una sacudida y a punto estuvo de rodar al suelo del carro ante la repentina parada.

—¡La virgen, Marcial! —se quejó a su cochero, no pudiendo evitar la pequeña blasfemia. Nunca había perdido del todo su forma de hablar después de toda una vida como guerrero.

Se incorporó, abrió la portezuela y se asomó apoyando el pie en el escalón del carro. Frente a Marcial, un hombre corpulento montado a caballo les cortaba el paso. Vestía ropas negras de buena calidad, sucias de

polvo por el viaje, y tenía una espada atada al cinto. Un sombrero de ala ancha le ocultaba la mitad superior del rostro con su sombra, pero dejaba ver una perilla cuyo exhaustivo cuidado había sido abandonado por un par de días.

—Busco a mosén Diego de Torrearuso, párroco de San Miguel Arcángel de Fuentes de Ebro y comisario de la Santa Inquisición de Zaragoza —anunció con voz alta y clara, algo rasgada—. ¿Es usted?

Diego cogió disimuladamente la espada ropera que llevaba siempre en el carro. No la había tocado en dos años, pero su guarda de conchas enseguida se le hizo familiar al tacto. Con una punzada de nostalgia, se vio acariciando sutilmente las tiras de cuero trenzado del mango, deseando poder empuñar el arma de nuevo.

—Soy yo. ¿Quién me llama?

—Inazio Giménez Lobera, alcalde y familiar de la Santa Inquisición en La Fresneda.

Levantó ante sí un documento lacrado y el movimiento de su brazo apartó la capa, dejando a la vista la cruz blanca y negra de Santo Domingo bordada en su pecho.

La visión de aquel símbolo de la Inquisición habría helado la sangre de cualquiera, pero no la de Diego, que no pudo evitar sonreír de excitación contenida. Hizo a Marcial una seña para que lo llevara de vuelta a la finca y pidió al viajero que los siguiera. El presbítero podía encargarse de dar la catequesis en la parroquia. En cualquier caso, lo hacía mejor que él.